lunes, 20 de febrero de 2012

isla del coco


Isla del Coco

Aún recuerdo la primera vez que la vi, tras 40 horas en altamar y dos días sin comer. No había ni una sola nube en el cielo. Y ahí estaba ella, como un espejismo en medio de un desierto azul.
Atrás quedó el mareo. Fue amor a primera vista. Pero no he sido la única, ya que desde tiempos inmemoriales, los seres humanos nos hemos obsesionado con la Isla del Coco.
Por eso no me sorprendió que, a pesar de no haberla pisado jamás, la mayoría de los ticos la consideren una de las siete maravillas de Costa Rica.
Yo tuve el honor de estar ahí en tres ocasiones, como miembro de MarViva, una organización que colabora con su protección. Por mi trabajo y mi pasión, he estado en muchos otros parques nacionales, dentro y fuera del país. Pero no hay nada como la Isla del Coco.
Es una impresión que parece compartir todo aquel que ha estado allí... desde intrépidos piratas, balleneros y aventureros, hasta, más recientemente, cazatesoros, científicos, ecologistas y turistas.
No en vano, el célebre oceanógrafo Jacques Cousteau la llamó “la isla más bella del mundo”.
Sin embargo, llegar hasta ella es toda una odisea, pues se encuentra a 500 kilómetros de Cabo Blanco y, en promedio, se tardan dos días de navegación.
Este viaje no es para débiles de estómago (como yo), pues la Isla del Coco ha estado resguardada por el furioso poder del mar. En mi último periplo, nuestro barco fue azotado por una iracunda tormenta, con olas monumentales que ya se habrían deseado los estudios de Hollywood para su Tormenta Perfecta.
Pero una vez que Neptuno hizo las paces con los intrusos y decidió que éramos dignos de conocer su mágico tesoro, el cielo gris se abrió, dejando pasar un destello de luz, y los 360 grados de mar se iluminaron para llenar nuestros corazones de esperanza por lo que estaba por venir.
Al grito de “isla a la vista”, todos corrimos a cubierta y vimos un pequeño trozo de tierra sobre el cual había un espesa capa de nubes, en medio de la inmensidad del mar. La brisa marina salaba mis lágrimas de emoción.

Conforme el barco se acercaba, los primeros residentes de la isla nos dieron la bienvenida. Unas azuladas aves marinas llamadas boobies o piqueros, volaban casi al ras de nuestras cabezas; mientras que un grupo de delfines nadaba junto a la proa, guiando nuestro barco hacia la costa.

Ya frente a la plácida bahía Chatham, nos colmó una abrumadora belleza: afilados acantilados cubiertos por un verdor tropical. Sobre las copas de los árboles, cientos de aves revoloteaban, en un concierto de graznidos que se confundía con el sonido de las olas rompiendo sobre las rocas. La isla olía a húmedo y sabía salada. De los riscos cayeron un sinfín de cascadas directamente al mar.
El cielo era una mezcla de grisáceas nubes y sol, que nos bañaron la cara con una película de gotas dulces. En la punta de las montañas se dibujó un arcoíris.
Para muchos, la mayor riqueza de la Isla del Coco está en sus profundidades, pues alberga uno de los más importantes ecosistemas marinos del planeta: se encuentra entre los diez mejores sitios de buceo en el mundo.
Solo basta sumergirse en sus aguas turquesa para descubrir un vasto paraíso submarino de tiburones martillo y punta blanca, gigantescas mantarrayas y el coloso tiburón ballena.
Un escalofrío invadió mi cuerpo, conforme descendía escuchando únicamente el suave sonido de mi respiración. Para los más intrépidos, el fondo de la isla encierra todavía más misterios: especies únicas en el mundo y muchas aún por descubrir.
La Isla del Coco es enigmática, prístina e indomable.
Es la isla del tesoro, la isla de los tiburones, la isla de la humanidad, la isla mía… La isla de todos los ticos.




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