Isla
del Coco
Aún recuerdo la primera vez que la vi, tras
40 horas en altamar y dos días sin comer. No había ni una sola nube en el
cielo. Y ahí estaba ella, como un espejismo en medio de un desierto azul.
Atrás quedó el mareo. Fue amor a primera
vista. Pero no he sido la única, ya que desde tiempos inmemoriales, los seres
humanos nos hemos obsesionado con la Isla del Coco.
Por eso no me sorprendió que, a pesar de no
haberla pisado jamás, la mayoría de los ticos la consideren una de las siete
maravillas de Costa Rica.
Yo tuve el honor de estar ahí en tres
ocasiones, como miembro de MarViva, una organización que colabora con su
protección. Por mi trabajo y mi pasión, he estado en muchos otros parques
nacionales, dentro y fuera del país. Pero no hay nada como la Isla del Coco.
Es una impresión que parece compartir todo
aquel que ha estado allí... desde intrépidos piratas, balleneros y aventureros,
hasta, más recientemente, cazatesoros, científicos, ecologistas y turistas.
No en vano, el célebre oceanógrafo Jacques
Cousteau la llamó “la isla más bella del mundo”.
Sin embargo, llegar hasta ella es toda una
odisea, pues se encuentra a 500 kilómetros de Cabo Blanco y, en promedio, se
tardan dos días de navegación.
Este viaje no es para débiles de estómago
(como yo), pues la Isla del Coco ha estado resguardada por el furioso poder del
mar. En mi último periplo, nuestro barco fue azotado por una iracunda tormenta,
con olas monumentales que ya se habrían deseado los estudios de Hollywood para
su Tormenta Perfecta.
Pero una vez que Neptuno hizo las paces con
los intrusos y decidió que éramos dignos de conocer su mágico tesoro, el cielo
gris se abrió, dejando pasar un destello de luz, y los 360 grados de mar se
iluminaron para llenar nuestros corazones de esperanza por lo que estaba por
venir.
Al grito de “isla a la vista”, todos corrimos
a cubierta y vimos un pequeño trozo de tierra sobre el cual había un espesa
capa de nubes, en medio de la inmensidad del mar. La brisa marina salaba mis
lágrimas de emoción.
Conforme el barco se acercaba, los primeros
residentes de la isla nos dieron la bienvenida. Unas azuladas aves marinas llamadas
boobies o piqueros, volaban casi al ras de nuestras cabezas; mientras que un
grupo de delfines nadaba junto a la proa, guiando nuestro barco hacia la costa.
Ya frente a la plácida bahía Chatham, nos
colmó una abrumadora belleza: afilados acantilados cubiertos por un verdor
tropical. Sobre las copas de los árboles, cientos de aves revoloteaban, en un
concierto de graznidos que se confundía con el sonido de las olas rompiendo
sobre las rocas. La isla olía a húmedo y sabía salada. De los riscos cayeron un
sinfín de cascadas directamente al mar.
El cielo era una mezcla de grisáceas nubes y
sol, que nos bañaron la cara con una película de gotas dulces. En la punta de
las montañas se dibujó un arcoíris.
Para muchos, la mayor riqueza de la Isla del
Coco está en sus profundidades, pues alberga uno de los más importantes
ecosistemas marinos del planeta: se encuentra entre los diez mejores sitios de
buceo en el mundo.
Solo basta sumergirse en sus aguas turquesa
para descubrir un vasto paraíso submarino de tiburones martillo y punta blanca,
gigantescas mantarrayas y el coloso tiburón ballena.
Un escalofrío invadió mi cuerpo, conforme
descendía escuchando únicamente el suave sonido de mi respiración. Para los más
intrépidos, el fondo de la isla encierra todavía más misterios: especies únicas
en el mundo y muchas aún por descubrir.
La Isla del Coco es enigmática, prístina e
indomable.
Es la isla del tesoro, la isla de los
tiburones, la isla de la humanidad, la isla mía… La isla de todos los ticos.
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