lunes, 20 de febrero de 2012



Río Celeste


Bordeamos la carretera a toda velocidad, mientras amanece. El 4x4 tira en línea recta desde La Fortuna hasta Upala, donde está el camino que nos lleva al Pilón de Bijagua. Nos aguardan 12.819 hectáreas del Parque Nacional Volcán Tenorio: allí está lo que buscamos.
Nuestro destino es Río Celeste, un paraíso que se conquista con los pies. Todos los que han ido aseguran que es un lugar único, donde la naturaleza vive en estado natural. Sin ganas de caminar, no se llega. Este es el objetivo del viaje: recorrer el bosque, paso a paso. Demasiado sencillo. Los pensamientos se adelantan: ¿serán menospreciables ocho kilómetros a través de selva virgen?
La luz comienza a resbalar por las laderas del Arenal, que ruge a nuestras espaldas. Todo va quedando atrás: las casas del pueblo, los perros callejeros, la “civilización”. Mientras tanto, fincas, fincas, fincas...
Un cruce a la izquierda le da un giro al itinerario. Por el camino de lastre aparece una mujer a caballo. Al pasar junto a nosotros, descubrimos su gran barriga de embarazo, acomodada en el bamboleo del animal.
El nuevo trecho nos lleva a los asentamientos de Margarita y Tonjibe, que conforman la reserva de los indígenas malekus, una población de casi 700 personas. La agencia ha incluido esta visita como parte de la gira a Río Celeste.
Mujeres y hombres hacen labores en el umbral de las puertas. Hilan bolsos o tallan jícaras. Algunos niños se asoman al vernos, otros nos enseñan un estanque de aguas verdosas donde sobreviven pececillos, muñecas decapitadas y unas cuantas tortugas. Estas últimas, muy oscuras y ovaladas, se crían para comer.
Merodeamos entre los patios enfangados y los árboles de aguacate. La pobreza se disfraza de cultura. Nuestra visita no causa agitación en el caserío. A estas horas, los hombres están trabajando, la mayoría como peones de las fincas. Nos devolvemos por donde veníamos.
Desayunamos en una esquina del centro de Guatuso, un poblado de muchos kilómetros y pocas cuadras. Todavía es temprano. Nos queda el resto del día para llegar al parque.
Pies temerarios
Nuestro primer destino son las fumarolas, exhalaciones gaseosas que calientan el agua y brotan de la tierra en un recodo del río. Nos espera el teñidero o naciente, donde se funden dos caudales para dar vida a Río Celeste.
Cruzamos la mitad de los charcos de la zona norte, la mitad de sus trillos, la mitad de sus riachuelos y la mitad de sus piedras.
Durante más de una hora, nuestras botas se sumergen sin querer en los lodazales llenos de raíces. Al principio evitamos la suciedad, como ágiles señoritas de domingo, pero luego subimos y bajamos con las uñas.
Llegamos a la orilla más azul del mundo. Con sus aguas llenas de minerales, Río Celeste es una franja de cielo líquido en medio de la tierra.
Descansamos y hurgamos en su arcilla celeste, que nos embarramos en la cara sin moderación. Más lejos está la poza de aguas termales, donde nos espera un baño de burbujas calientes.
Un aguacero descomunal nos obliga a pegar carrera, pero dejamos de correr y comenzamos a reírnos porque de todos modos estamos empapados, jugosos en nuestro propio caldo de azufre. Además, no hay forma de esquivar los goterones que revientan sobre nosotros.
Como el agua del río, la tarde se mezcla con el barro que baja a chorros de la montaña y dibuja las arterias del terreno. Ya no llueve, pero todo está inundado, hasta nosotros. El cielo es un espejo grande y frío. La tierra que pisamos es una maraña insolente de raíces y hojas podridas.
Pasan una hora y otra hora. Llueve más. Corremos gritando y descansamos en silencio. Al fin chocamos con la catarata del río, suntuosa pero encubierta.
Sus destellos turquesa la delatan, y también nos hipnotizan. Las aguas caen con tal fuerza que, por momentos, tornan su color por uno blanquecino y cristaloso, como un derrame demencial de azúcar.
El paisaje es, una vez más, arrollador.
Vamos de regreso; el bosque, no. Él no duerme ni descansa: está más vivo que nosotros.
Un pedazo de cielo
En las faldas del Tenorio

Cuenta la leyenda que el Río Celeste debe su color a que Dios, después de pintar los cielos, limpió sus pinceles en esas aguas. En realidad, el tono turquesa se origina por la reacción química entre minerales del macizo volcánico y el agua del río.
Llegamos a la orilla más azul del mundo. Con sus aguas llenas de minerales, este río es una franja de cielo líquido en medio de la tierra.









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